(Lobo es el hombre para el hombre, y no hombre, cuando desconoce quién es el otro)
Las desigualdades sociales son necesarias. Es una de las piezas fundamentales del engranaje que conocemos como sociedad capitalista o de consumo. Más bien podría decirse que somos las marionetas de algo mucho más elevado, un pequeño grupo de privilegiados exentos de responsabilidad que juegan con este mundo como quien juega una partida al Monopoly.
La mayor desigualdad mundial, que vemos pero no observamos, es la del tercer mundo. Un hecho que evidencia la transparencia del sistema capitalista, su heterogeneidad, su gran diferencia con el resto del mundo. Estamos informados de ello, sin embargo no ofrecemos ayuda ni solución alguna. ¿Por qué? Porque pertenecemos al regalo de Dios, a ese nuevo Edén que nos hemos construido, una tierra prometida a los hombres, sólo destinada al disfrute de unos pocos: El primer mundo. La mayor diferencia entre riqueza y pobreza es a la vez la base que da sentido a esta sociedad, la búsqueda del bienestar, es decir, la diferencia entre sobrevivir y vivir. La diferencia entre tener un sueño y poder o no cumplirlo, es la base de este sistema. Un sistema que manifiesta el carácter destructivo del alma humana, llegar al punto de crear y defender la razón que separa ambos mundos, las desigualdades sociales entre iguales, para sentirnos mejor que los demás y crear con ello un status social y un estilo de vida superior ¿Pero a qué precio? En definitiva, apalancar el poder y los recursos para uso y disfrute de unos pocos.
De igual forma sucede dentro de los límites de cualquier país desarrollado, pero en este caso la diferencia es casi imperceptible. Las esferas de poder pasan inadvertidas bajo las sociedades capitalistas y nosotros somos su gran creación, somos las piezas que construyen su mundo de ilusiones. Si la metáfora fuese un circo ellos serían el público, nosotros los artistas, que a la vez de trabajar damos luz y color a su vida, a su pantomima de lo que es el mundo. Y los países subdesarrollados no son más que pipas y currantes que únicamente son visibles cuando el público ya se ha marchado. Son figuras que trabajan en las sombras y no pueden ser vistos. Están apartados de la civilización, del conocimiento, y de toda oportunidad a formar parte del juego que es la vida.
Con las promesas del capitalismo nos sentimos a gusto, seguros y reconfortados, con la posibilidad en la mano de poder aspirar a una vida mejor, a esa élite de multinacionales y gremios de poder ajenos a la ley. ¿Por qué iba a conformarse el hombre con sentirse igual a otros hombres después de haber intentado someter todo a lo largo de la historia? Buscamos saciar nuestros instintos primitivos y el sistema capitalista nos lo ofrece en bandeja de plata. Únicamente tenemos que acatar las normas del mercado, el poder de las multinacionales y la especulación. Al final de nuestras vidas vemos como esa esperanza se deshace entre las manos y comprendemos que no vive mejor el que más trabaja, sino aquel que más dinero alberga y tiene poder para manifestarlo directa o indirectamente a la sociedad. Por último entendemos que únicamente es cuestión de poder: poder económico, poder social, poder adquisitivo; un lobo con piel de cordero, que nos da esperanzas y un objetivo en la vida que a medida que pasan los años se convierte en una crisis de valores, una decadencia.
Él hombre es un lobo para el hombre, dice Hobbes.
Pese a todo, es el sistema en el que vivimos, la realidad en la que vivimos. Y es en este punto donde entra la publicidad. Una herramienta de poder con dos fines: mantener la riqueza y apartar la mirada de todo aquello que pueda arrebatársela. Mientras tanto nos ofrece un mundo fuera del caos, con un sentido y un objetivo mezquino, con algo en qué pensar y con qué entretener nuestra vidas, pero con un alto precio a pagar por ser felices: la ignorancia y nuestra ignorante sumisión. No caigamos en la mentira de la sociedad de la información y seamos críticos con el sistema. Preguntarse el por qué es la base del conocimiento, sin embargo nuestra sociedad ha sucumbido a los dogmatismos televisivos e institucionales, que nos mantienen informados en apariencia de lo que pasa o, mejor dicho, de lo que quieren que pase.
La sociedad es como los caballos ante una carretera transitada, donde el peligro ajeno nos acecha; el capitalismo son los anteojos que nos ponen y nos hacen sentir seguros llevándonos por el “buen” camino.
Rubén Gil Cebrián